
Cuentos del conde
El breve círculo de tres largas historias
Dos hombres asediaban a una misma mujer. Desde que eran niños. Desde que Juan se detuvo una vez para mirarla a los ojos y Pedro descubrió sus pies desnudos. Ella caminaba por el patio de su casa. Los dos estuvieron pendientes de sus atributos hasta que, siguiendo los pensares y los azares, en esos alargamientos con que el tiempo dobla por las esquinas, produjo un tal vez que dio vueltas y revueltas inclinando la balanza hacia uno y luego hacia el otro. Juan siguió creyendo en la mirada de sus ojos; Pedro aprovechó el caminar de sus pies desnudos por el patio para dejarle caer un papelito en el que, torpemente, con falta de ortografía, la llamaba Mi nobia. El tal vez de la historia tomó entonces un solo camino y después de muchas vueltas y revueltas, Pedro y ella se casaron y tuvieron cuatro hijos. El tiempo pareció bifurcarse: Juan, desde la distancia, continuó amándola; Pedro, desde la cercanía, dejó de amarla. Pero el tal vez producido se alejó por distintos rumbos, se estiró tanto que hasta hizo que se desdoblara la vida con todos sus despuesitos y despueses. Pero, en ese ínterin, por tanto estirarse, llegó a un punto en que, con un trechonazo brusco, se contrajo, se encogió: volvió a atrás, al momento en que ella miró a Juan con la mirada de sus ojos pero fue a acercarse a Pedro con sus pies desnudos. El quizás tuvo otro entonces: Juan fue a buscarla y le habló de su amor por ella poniéndole en el pelo algunas de las flores que caían de la mata de mamey que dividía el patio; Pedro hizo cuanto pudo, hasta tiró una alfombra de palabras para que pasaran sus pies desnudos y, así, en las muchas vueltas y revueltas del tal vez, se enredó en la mata de mamey, y ella, ahí, se juntó con Juan. Pedro caminó largo su camino sin poder olvidarla. Vivió sus crucialidades hasta ya bien entrada la vejez en que, producto de un tropezón, estuvo a punto de caer yéndose en múltiples pasos para atrás. Fue tanto en retroceso, que fue a dar de bruces al patio por donde caminaba ella con sus pies desnudos. Se levantó de un tirón y, sin fijarse en las magulladuras de la caída, le declaró su amor sin papelito. Volvió a crecer el cielo sobre sus cabezas como la hierba sobre los potreros. Entonces, producto del tal vez, volvieron a cambiar las cosas, y ella y Pedro vivieron el mismo casarse, hicieron el sexo con apuro y tuvieron nuevamente los mismos muchos hijos. Pero duró poco aquel tan largo amor. Pedro tuvo, para mantener aquella prole de bocas, que irse a trabajar lejos. Muy lejos. A otra provincia en los orientes del país. Ella lo esperó con el papelito en la mano y los hijos agarrados del vestido. Ahí el tal vez volvió a dar otro giro brusco y a ella la empezó a merodear un hombre. No se parecía ni a Pedro ni a Juan. No miró sus ojos ni sus pies descalzos. No tuvo que hacerlo. Ella se puso desnuda para que la viera. Para que la viviera. Para que la tuviera. Y cuando el tal vez trajo nuevamente a Juan y a Pedro, ya ella no estaba en el tiempo donde la dejaron. Ya no estaban tampoco el patio ni la mata de mamey, ni el cielo aquel donde el azul crecía como la hierba en los potreros. El tal vez que los reunió con sus vueltas y revueltas se había ido. Y ellos, Pedro y Juan, a pesar de que nada pudo borrarles la mirada de sus ojos ni la blancura de sus pies desnudos, no lograron nunca más que el tal vez los llevara a ella. Ah, a ella, la vida le dio un largo giro sin ningún amor y, al final, en un acto desesperado, no le quedó otra salida que, en un salto de sus pies desnudos y del mirar grande de sus ojos, lanzarse en el hondo abismo de un espejo para, con este acto desesperado, ir a buscarlos, allá donde aún podían verse, borrosos, el patio y la mata de mamey, que agitaba enloquecidamente sus ramas hacia el suelo como si también buscara alcanzar sus raíces.